¿Y si hay traca?: ir a una boda con ligirofobia



Las bodas no me dan miedo por lo que suelen dar miedo. Ni por hablar con desconocidos, ni por tener que bailar, ni por los canapés raros, ni por coincidir con gente que no veo desde el instituto. A mí lo que me da miedo de una boda es que, en algún momento, alguien decida que es buena idea celebrar el amor haciendo explotar cosas.

Y esto no lo digo desde la exageración, lo digo desde la experiencia. Porque si algo he aprendido con los años es que da igual cuántas veces preguntes, cuántas veces te aseguren que no, que por ahí no, que eso está prohibido, que nadie de la familia es de esas cosas. Siempre te dicen que no va a haber petardos. Que ni de broma. Que eso nunca. Que por donde es la boda no, que no se puede, que nadie de la familia es de esas cosas… Y luego, finalmente: sorpresa. El amigo del que no te acordabas aparece con el arsenal de la guerra de Kosovo. Cohetes, baterías, tracas. “Para animar”, dice. Y tú, mientras tanto, en modo evacuación nuclear.

Pero lo jodido no empieza ahí. Empieza mucho antes. Desde el momento en el que te dan la invitación, o te dicen “oye, ¿te vienes a esta boda?”, ya se activa algo por dentro. Y no es alegría, no es ilusión. Es una cuenta atrás rara, que mezcla el compromiso social con el miedo de fondo. Es como una voz constante que te repite: “¿Y si tiran petardos? ¿Y si hay traca? ¿Y si no te da tiempo a reaccionar?”

Y los días van pasando, y tú vas pensando. No quieres preguntar demasiado porque quedas como el raro. No quieres decir que te da miedo porque parece una tontería. Pero por dentro se te va haciendo bola. Empiezas a mirar el tiempo, a buscar vídeos del sitio, a intentar deducir si hay vecinos cerca, si es una finca privada, si hay probabilidad de “sorpresa”. Y por la noche, cuando deberías estar durmiendo tranquilo, tu cabeza te lleva a la boda una y otra vez. Al momento en que suena. A la explosión inesperada. A tu cuerpo encogiéndose sin permiso. A la mirada de los demás, como si fueras exagerado. Como si no lo hubieran oído igual que tú. Como si el problema no fuera el ruido, sino tú.

Y eso cansa. Mucho. Porque a veces te acuestas cansado, te despiertas más cansado aún, y ni siquiera ha pasado nada todavía. Solo estás anticipando, imaginando, resistiendo. Todo porque sabes que hay una mínima posibilidad de que alguien confunda la alegría con pólvora.

Y luego llega el día. Te vistes, te preparas, te miras al espejo e intentas sonreír. Quieres estar bien. Quieres pasarlo bien. No solo por ti, sino por los tuyos. Por tu familia, por tu pareja, por tus amigos. Porque sabes que es un día importante, y no quieres parecer que estás mal, no quieres dar explicaciones, no quieres desaparecer, ni huir, ni aguarle la fiesta a nadie. Pero hay una parte de ti que está a medio gas. Como si tuviera una alarma interna activada. Llegas al sitio, saludas, te ríes, pero no estás del todo. Porque estás escaneando. Observando. Esperando que no pase. Que por una vez, se cumpla lo que dijeron: que no, que nada, que tranquilo.

Y claro, a veces no pasa. A veces no hay petardos. Y tú lo agradeces, respiras, te relajas. Pero el cuerpo no se relaja del todo. Porque ya has pasado por todo lo anterior. Porque aunque no haya ruido fuera, tú ya lo has vivido por dentro.

Y ojo, no es que no respete la tradición. Sé que para mucha gente es parte de la fiesta. Que hay quien lleva toda la vida viendo a su padre o a su tío tirar cohetes al aire como símbolo de alegría, de celebración, de jolgorio. Y oye, si quieren hacerlo, me parece bien. De verdad. No quiero prohibírselo a nadie. Pero a mí me jode. Y me jodo. Y hago lo posible por llevarlo lo mejor que puedo, por no tener que elegir entre vivir con miedo o no ir. Porque me niego a renunciar a estar presente en momentos importantes por culpa de una fobia. Porque quiero estar, pero no así. No con el cuerpo tenso, no con el corazón a mil, no escondido en un baño con los cascos puestos como si fuera el rarito de la boda.

No lo cuento para dar pena. Lo cuento porque es real. Porque así funciona la ligirofobia. Porque muchas veces es invisible, incomprendida, fácil de minimizar desde fuera. Pero desde dentro es agotadora. Es como vivir una escena de acción en bucle, mientras a tu alrededor todos están brindando.

Y no, no es que no quiera ir a bodas. Ni que no me alegre. Ni que no me emocione ver a dos personas queriéndose. Lo que pasa es que, para mí, el amor no suena a explosión. Y me gustaría que no me obligaran a tragarme el miedo con cava.

Si algún día ves a alguien alejarse cuando tiran petardos, o taparse los oídos, o agacharse sin que haya un terremoto... quizá no esté exagerando. Quizá solo esté sobreviviendo.

Y si ya coges, y vas a ayudarle, a estar con él, a preguntarle qué puedes hacer para que esté bien... o simplemente te acercas sin decir nada, le aprietas la mano, le das un abrazo, te quedas a su lado en silencio... no sabes lo agradecido que estará. Porque en ese momento no necesita explicaciones ni soluciones. Necesita saber que no está solo. Que no es raro. Que no tiene que disculparse por sentir lo que siente.

A veces basta con un gesto sencillo para que la angustia no se sienta tan monstruosa. Para que no tenga que elegir entre pasarlo mal en público o desaparecer sin hacer ruido. Para que entienda que, aunque el mundo siga sonando fuerte, hay alguien ahí que elige no hacer más ruido, sino estar. Acompañar. Sostener.

Y eso, para quien vive con miedo al estruendo, es un acto de amor enorme. Aunque parezca un detalle pequeño.

Comentarios