Ya está. Se ha decidido. Nos vamos de vacaciones. A un sitio bonito, diferente, con encanto. La gente sonríe, el sol brilla, y todo el mundo parece feliz. ¿Y yo? Yo activo el modo investigación. Para la mayoría, planear unas vacaciones significa comparar hoteles, buscar restaurantes con buenas reseñas y apuntarse los monumentos o playas imprescindibles. Para mí, eso es solo el principio. La verdadera investigación empieza cuando me hago la pregunta clave: ¿qué fiestas hay allí durante esos días? Porque claro, lo que para otros es folclore, para mí puede ser una trampa mortal. Analizo el calendario de fiestas como si fuera un espía de inteligencia. ¿Es un pueblo pequeño? ¿Hay patrón? ¿Y si no hay patrón, hay algo que celebren con fuegos? ¿Verbenas, romerías, semanas culturales? Todo puede ser una amenaza. Y lo más frustrante es que nunca lo dicen claramente.
Los ayuntamientos publican programas con nombres adorables: “Noche mágica”, “Fiesta de la luz”, “Celebración del solsticio”, “Verano bajo las estrellas”... Todos preciosos, todos sospechosos. Nadie te explica si eso incluye un castillo de fuegos artificiales. Nadie te advierte si, a las doce de la noche, va a sonar un bombazo. Y eso, para mí, no es magia. Es una emboscada. Así que mientras otros hacen listas de museos y rutas de senderismo, yo hago un Excel con pueblos cercanos y su probabilidad estimada de uso de cohetes. Analizo foros, publicaciones en Facebook, vídeos de años anteriores en YouTube y reseñas de Google Maps con palabras clave como “ruido”, “petardos”, “fuegos” o “explosiones”. A veces encuentro auténticas joyas, como una reseña de un turista que se quejaba: “Bonito pueblo, pero lanzaron cohetes a las 8 de la mañana sin previo aviso. Trauma asegurado.” Ese tipo de reseña vale oro. Es mi Tripadvisor.
Es que no hay una sección en Booking de fiestas y celebraciones. No existe una categoría que te avise: “Este hotel está a 300 metros de la plaza donde lanzan petardos todos los años”. Ni un filtro que diga “alojamientos tranquilos de verdad”, “pueblos sin patrón” o “zonas libres de traca”. No hay puntuación de estrellas para ligirofóbicos. Ni un mapa con eventos explosivos por fecha. Lo más parecido a eso me lo tengo que montar yo a base de cruce de datos, vídeos antiguos en YouTube y foros locales medio abandonados. A veces me pregunto cómo sería una plataforma solo para nosotros: con valoraciones tipo “zona segura hasta el 14 de agosto”, “cohete esporádico a las 18:00 en la calle paralela”, “alcalde aficionado a las mascletás”. Yo la pagaría. Premium. Porque lo que para otros es un detalle sin importancia, para mí es una razón para quedarme en casa. Y no es exageración, es necesidad.
Y si ya encuentro alguna crónica local que diga: “El pregón acabará con un castillo piromusical visible desde toda la comarca”, doy un paso atrás y cambio de destino. Así de fácil. Porque sí, podré no tener miedo a volar, ni al agua, ni a las alturas, pero si hay cohetes… la batalla está perdida. Algunos me dirán que exagero, que vacaciones son para relajarse. Pero no se dan cuenta de que mi cuerpo se tensa nada más llegar a un sitio nuevo. El primer atardecer no es contemplativo, es un momento de vigilancia. Oigo un “pum” a lo lejos y salto. Miro al cielo, busco esa nube de humo de lo que acaba de ocurrir. Porque el sonido que para muchos es motivo de celebración, para mí es un detonador de ansiedad.
Con los años he desarrollado una especie de radar. Evito ciertas zonas como quien esquiva minas. Y si hay un sitio que, por defecto, me genera rechazo… es toda la costa levantina. No por su gente, ni por sus playas, ni por su gastronomía. Es por el sonido. Por esa costumbre tan arraigada de que en cualquier momento, sin necesidad de que haya un motivo claro, alguien puede tirar un petardo. En el resto del país ya he aprendido a convivir con la idea de que si no hay fiestas, lo normal es que no pase nada. Pero en la costa levantina, esa seguridad no existe. Ahí puede pasar en cualquier momento, y eso me pone en guardia.
Dicho esto, también he aprendido a no renunciar a sitios que me gustan solo por miedo. Si hay un sitio que me apetece, intento entenderlo, investigarlo y prepararme. Pongamos un ejemplo: Benidorm. Benidorm me gusta. Pero sé perfectamente que el 25 de julio, el día de San Jaime, el patrón, hay lío. No es una semana entera de tracas, pero ese día en concreto es delicado. A las doce en punto del mediodía hacen un bombardeo aéreo en la plaza de la Señoría —sí, lo llaman así, sin tapujos: bombardeo aéreo— y por la noche tiran un castillo de fuegos artificiales en la misma zona. Entre medias, también hay una estampeta, que es como una traca ceremonial, y un montón de ruido vestido de tradición. Todo esto pasa en el centro, en el casco antiguo, alrededor de San Jaime, así que mi solución es simple: ese día no estoy. Me organizo para pasar el día fuera. Me voy a Villajoyosa a bucear, o a las playas de Finestrat, que están lo bastante lejos como para que no se escuche nada. Es mi manera de esquivar el problema sin tener que renunciar al destino entero. Y por la noche, para ver los fuegos, me voy al mirador de la Cruz, o al de la Cala. No lo evito, no me agobio. Me planifico, lo entiendo, me preparo… y lo disfruto como puedo. Porque si lo tengo controlado, si no me pilla por sorpresa, si no estoy en medio del barullo sin saber por dónde puede saltar el siguiente estallido, ya no me duele igual. Ese ruido me lo puedo permitir. Me molesta, sí, pero no me descoloca. El problema es otro. El problema es estar paseando tranquilamente, relajado, y que de repente suene algo sin aviso. Ahí es cuando se activa ese resorte automático, ese sobresalto interno que me saca por completo del momento. Esa es la situación que evito. Estar expuesto.
Y claro, esto no solo me afecta a mí. Cuando viajo en pareja, todo esto se convierte en una carga compartida. Y no porque ella lo sufra, sino porque tiene que adaptarse, entenderlo, asumir que hay cosas que no se pueden hacer, lugares a los que no podemos ir, y momentos que hay que evitar. Muchas veces me siento culpable, como si mi miedo marcara el ritmo del viaje, como si mis límites limitaran también su disfrute. Y aunque intento compensarlo, aunque me esfuerzo por ser flexible y proponer alternativas, hay una parte de mí que sabe que no es justo. Que cuando uno viaja con una maleta invisible llena de alarmas, el otro tiene que aprender a caminar con cuidado.
A veces toca explicar cosas que ni yo entiendo del todo. “No quiero ir esta noche al paseo marítimo porque me da miedo que suene algo.” Y ella me mira como si le dijera que tengo miedo de que llueva caramelos. Lo intenta comprender, sé que lo intenta. Pero es complicado. Porque esto no se ve, no se toca, no tiene lógica. No es algo que puedas resolver con una charla, ni con una pastilla, ni con un “tranquilo, no va a pasar nada”. Porque puede pasar. Y cuando pasa, me desmonta. No hay abrazo que lo pare.
Así que viajamos con un protocolo no escrito. Una especie de planificación paralela a la del viaje: ¿A qué hora salimos? ¿Qué hacemos si hay ruido? ¿Dónde podríamos refugiarnos si algo suena? ¿Llevamos auriculares? ¿Volvemos pronto al apartamento? ¿Y si en el restaurante tiran algo? Son preguntas que ella ya ni siquiera tiene que hacer. Pero sé que están ahí. Como una capa de tensión silenciosa que cubre todos los planes.
Así que no es tanto cuestión de huir de destinos concretos, sino de aprender cómo moverse en ellos. Saber qué días hay eventos, qué zonas son más problemáticas, y cómo diseñar unas vacaciones que no se conviertan en una trampa. Lo que para muchos es una anécdota simpática, para mí puede ser un mal trago asegurado. Pero tampoco quiero que eso me quite el placer de viajar. Lo que hago es anticiparme. Porque si sé que algo puede pasar y me preparo, ya no me pilla mal. Ya no me vence.
Viajar no es fácil cuando llevas esta mochila invisible. No pesa en kilos, pero cansa igual. Cansa planear el doble, cansa justificar cada decisión, cansa renunciar a momentos que para otros son lo mejor del verano. Y sin embargo, aquí sigo. Buscando destinos, estudiando mapas, organizando planes A, B y C como si preparara una misión secreta. Porque por muy difícil que lo pongan los cohetes, no pienso dejar de viajar. No pienso quedarme quieto solo porque el mundo no esté diseñado para gente como yo. Prefiero pelear por hacerlo mío, a mi manera. Con auriculares si hace falta, con escapatorias pensadas, con días medidos al milímetro. Pero mío.
No quiero un turismo de renuncia. Quiero un turismo consciente. Uno que me permita estar, pero sin miedo. Y si eso significa recorrer el mundo con un ojo puesto en el calendario de fiestas y otro en el foro del pueblo, que así sea. Yo ya aprendí que disfrutar no siempre es relajarse. A veces, disfrutar es simplemente no estar en el sitio equivocado, en el momento equivocado. Y eso, para mí, ya es una victoria.
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