La ligirofobia no se ve, pero se siente. Se siente cuando estás sentado en una terraza en verano, aparentemente relajado, charlando con amigos, y por dentro estás completamente tenso, con el oído aguzado al máximo, preparado para saltar si alguien tira un petardo o suena un cohete. Y si ocurre, si estalla de pronto sin aviso, lo primero que haces es buscar con la mirada a tu pareja, a esa persona cómplice. Ella ya te está mirando. Con los ojos preocupados. Te aprieta la mano. No hace falta decir nada. Lo ha notado. Y tú, en vez de seguir la conversación, entras en otra dinámica: la del sudor frío, la del corazón acelerado, la de querer irte pero aguantar. Porque es verano, porque estás con gente, porque no quieres que los demás lo noten.
Se siente cuando caminas por la calle y miras hacia todos lados buscando, cualquier mano sospechosa. Ves un grupo de adolescentes y hay uno que mira a sus amigos mientras enciende algo. ¿Un mechero para un porrito? ¿Un petardo? Tú no ves diversión, ves amenaza. Ves algo que puede romper la tranquilidad en cualquier momento.
Desde fuera, todo parece normal. La gente ve a una persona más paseando. Quizá con auriculares, quizá con una sonrisa. Pero tú estás escaneando el entorno constantemente. Tu mente no para. ¿Ese niño lleva algo en la mano? ¿Están grabando un vídeo o a punto de hacer estallar algo por diversión?
Lo más frustrante es que desde fuera no se nota. No hay síntomas evidentes, no hay heridas físicas. No tienes la pierna escayolada, ni vas con muletas, ni se te caen las lágrimas delante de nadie. Así que la mayoría ni se entera. Incluso quienes te conocen bien muchas veces lo olvidan. "¿Por qué no vienes? Si solo es una fiesta de barrio, no van a tirar petardos, solo habrá música..." Pero tú ya no puedes confiar. Porque no sabes si en mitad de una canción alguien decidirá encender uno. Porque no puedes evitar imaginarlo.
Vives en alerta, pero nadie lo ve. Y como nadie lo ve, a veces te sientes culpable. Por no ser "normal", por tener miedo de cosas que los demás disfrutan o ignoran sin más. Por no querer ir a ciertas zonas, por evitar celebraciones. Y aunque intentas racionalizarlo, aunque te repites que no tienes la culpa, que es una fobia real, hay una parte de ti que se siente como un bicho raro.
Hay días en los que te adaptas, en los que sales con algo de esperanza. Días en los que logras dar un paseo sin sobresaltos. Pero hay otros en los que simplemente no puedes. En los que el mundo se siente impredecible. Y entonces te proteges. No porque no quieras vivir, sino porque no quieres exponerte a ese estallido que te revuelve por dentro.
Y no, no lo haces porque seas débil. Lo haces porque lo necesitas. Porque tu mente y tu cuerpo han aprendido que fuera hay peligros invisibles, pero muy reales para ti. Peligros que no se ven, pero se sienten. Y eso, precisamente eso, es lo que muchos no entienden.
La ligirofobia es invisible, pero te atraviesa. Te condiciona los planes, las decisiones, los movimientos. A veces incluso las relaciones. Porque cuando no puedes estar en los mismos sitios que los demás, empiezas a quedarte atrás. Y cuando te quedas atrás, el silencio no siempre es paz. A veces es soledad.
Pero aun así, cada día haces lo que puedes. A tu manera, con tus tiempos. Porque aunque la ligirofobia no se vea, tú la sientes, la enfrentas, y eso también es una forma de valentía. Aunque nadie lo note.
Comentarios
Publicar un comentario